domingo, 2 de diciembre de 2007

POESÍA PARA GATOS


Esto no es béisbol. Sin embargo, ¿cómo resistir la tentación de poner aquí un poema tan bueno dedicado a los gatos?
MAULLIDO
por Allen Ginsberg
Yo vi a los mejores gatitos de mi camada abandonados por los humanos, callejeros rebeldes rabiosos,
avanzando por entre la hierba que crece en los patios abandonados, buscando un poco de catnip,
astutos gatos de bigotes plateados ronroneando en el éxtasis de una intoxicación herbal tratando de alcanzar de un gran salto la blanca luna llena que rebota sobre el cielo negro,
quienes se cruzaron en el camino de transeúntes supersticiosos y pasaron despreocupadamente bajo las escaleras de algún lavaventanas,
quienes en la Sociedad Protectora de Animales se agacharon en la ventana esperando que ese lunático vestido de verde mejor se llevara al perico paranoico en vez de a ellos,
quienes corrieron por los túneles del metro perseguidos por hordas de ratas tan grandes como caballos, rinocerontes, hipopótamos; enormes roedores blindados desplazándose ruidosamente por los rieles brillantes como cuchillos sobre callosas pezuñas,
quienes fueron perseguidos por perros enloquecidos en Central Park y se treparon a La Aguja de Cleopatra, usando como pasamanos los jeroglíficos suavizados por la contaminación y al final se sentaron en la parte más alta riéndose de los inútiles canes,
quienes lloraron y se escandalizaron como si fueran alarmas de un coche en los jardines lujosos de las casas de las matronas ricachonas hasta que por fin les daban las sobras en finos platos de porcelana,
quienes se desbarrancaron de una cornisa del Hotel Plaza al tratar de evadir al vigilante del hotel cuando estaban husmeando en las charolas de servicio dentro de los cuartos y cayeron sobre sus patitas después de volar diez pisos, yéndose complemente ilesos; en verdad sucedió, se fueron caminando intactos y su hazaña no mereció ni una foto para el Post ni la portada de la revista Time como animal del año,
quienes atraparon y mataron y realmente se comieron un pichón de la Plaza Herald que sabía a óxido y grasa, y a sobras de pizza y humo de camión,
quienes mordieron a un oficial de control animal en el tobillo y se clavaron en una coladera alcanzando a penas a escapar de terminar sus días en la jaula de un laboratorio en Brookhaven con un collar antipulgas de plutonio,
quienes se colaron a una exposición de arte dadaísta en una galería del Greenwich Village y cenaron cubitos de queso y tomaron Chablis, vino barato, por una semana hasta que el artista se mostró y presuntuosamente declaró que si bien su jarra de escarabajos de agua como la tortuga con el candado en una pata estaban más acorde a su concepción estética pero los susodichos gatos no,
quienes fueron adoptados por un mafioso cuando vagaban en un callejón junto a la pescadería Fulton y vivieron durante un mes en un departamento dúplex con muchos muebles kitch del Boulevard Queens hasta que alguien encontró el cadáver decapitado en la cajuela de un Oldsmobile en el aeropuerto de Newark, y la policía llegó, y la lasagña se acabó,
quienes vivieron felices por un año entero en una librería repleta de ratones en Broadway hasta que un desafortunado lunes fue comprada por la compañía Moloch, una de esas cadenas con muchas sucursales, la cual se dedicó a poner detectores de metales, y posters de Garfield y contrataron a un exterminador de plagas,
quienes se detuvieron a la mitad del Puente de Brookyn preguntando dónde estarían esas arañas que habían tejido esta telaraña de acero, y en lugar de eso vieron a un desquiciado lanzándose torpemente a la aceitosa corriente de Lethe que corre hacia el Bronx, y si bien ningún gato haría eso con todo y su larga vida de ninguna veintena pero sí 10 ó 15 años, que no es exactamente una cadena perpetua, pero sí tendrían que limpiar y secar su precioso pelo de toda esta asquerosidad si llegaran a fallar,
quienes vieron a un gatito de cincuenta metros de alto en un anuncio de la Kodak en Times Square y se alucinaron imaginando a un King Kong Gato marchando por el centro de Manhattan pulverizando a las multitudes con sus garras de dos toneladas,
y quienes poco después vagabundearon por las amargas calles de la ciudad inspirados por el poder del miau, las vocales sagradas, visión del supremo mantra animal, el fenomenal solitario diptongo felino,
y para repetir este sonido canción grito puro misterioso que contiene todas las palabras, frases, discursos, novelas, panfletos, folletos, baladas, epopeyas, libros de texto, archivos, bibliografías, rellenos de alfabetos infinitos de significados insondables,
todo esto muestra al pobre gato callejero, inadaptado, desentonado, y sin dueño, le han dado quién sabe cuántos golpes en la cabeza, con andar sigiloso y gritando a voz en cuello todo lo que los gatos han dicho y seguirán diciendo por toda la eternidad aún después de muertos,
y que reaparecieron nueve vidas más tarde en los falsos calcetines de la fama iluminados por el resplandor de la televisión, y festejaron el desbordante amor de los Estados Unidos por lo mininos tocando “Saludo al Jefe Gato” con el maullido de un saxofón tal que hizo huir a todos los que paseaban a sus perros hasta el último que recoge su popó,
con la indigerible bola de pelos del poema en el corazón, arrojada de sus propios cuerpos sobre el centro absoluto del tapete inmaculado de la vida.
Tomado del libro Poetry for cats. Anthology of Distinguished Feline Verse (Henry Beard compilador. Villard Books. Estados Unidos, 1994).
Traducción de Mary Carmen Sánchez Ambriz / Miguel Ángel Vives.

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