jueves, 24 de noviembre de 2011

LA OTRA EJECUCIÓN DE DIOS


El 17 de enero de 1918, a las 6.30 horas de un helado día, Dios fue ejecutado de nuevo –la primera vez, así lo refiere la ortodoxia, fue en la colina del Gólgota. La sentencia: cinco ráfagas de ametralladora contra el cielo de Moscú.

Anatoli Vasílievich Lunacharski, el nuevo Pilatos, sonreía. No habría resurrección. No era posible la resurrección. El hecho es irrefutable, mas no por las razones supuestas inicialmente por Lunacharski. Dios, o mejor dicho su manifestación terrenal, dormía a pierna suelta en otro lugar y en otro día. Emprendamos el examen de los motivos, no sin antes apuntar los antecedentes de tan peculiar ejecución.

Lunacharski, según las abstractas fechas imputables a todo hombre, nació en Poltava, Ucrania, al parecer en algún día de noviembre de 1875, y murió el 26 de diciembre de 1933. Lunacharski se desempeñó como dramaturgo, crítico literario y político, es decir, en profesiones cada vez más vulgares. Se convirtió al comunismo a la edad de 15 años. Desde luego puede argumentarse que Lunacharski no fue comunista, pues en un sentido ideológico el único comunista auténtico murió hace siglos en una cruz a manos de los romanos.

Tras diversos encuentros y desencuentros con los rabiosos bolcheviques y hasta con los mencheviques, en 1907, Lunacharski publicó el folleto “Sobre la actitud del Partido ante los Sindicatos”, con prólogo cortesía de Lenin. En 1913, Lunacharski viajó a París, donde fundó un Círculo de Literatura Proletaria. Posteriormente, en 1917, se unió de nuevo a los bolcheviques, quienes terminarían haciéndose del poder en Rusia con la bien conocida Revolución de Octubre y la muerte de la familia imperial.

Después de la Revolución de Octubre, Lunacharski se desempeñó como Comisario de Instrucción para el Narkompross (Comisariato Popular para la Instrucción Pública) desde 1917 hasta 1929. Como bien lo precisa Gregorio Luri en “El Café de Ocata” (http://elcafedeocata.blogspot.com/): “ [Lunacharski ] se decidió a cantarle las cuarenta al Dios de toda la vida. Lo llevó a juicio, acusado por múltiples crímenes contra la humanidad. Como Dios no se presentó ante el tribunal, se puso una Biblia en el banquillo de los acusados para que lo sustituyera. Los acusadores acudieron cargados con la completa historia de la humanidad como prueba irrefutable. Los defensores sólo pudieron alegar la eximente de la senilidad. Ante la contundencia de las pruebas, Dios fue declarado culpable.” El resto de la historia ya la conocemos. ¿Pero murió Dios? El requisito primero para una resurrección es la muerte previa del individuo, en este caso, de la divinidad.

El concepto teológico, filosófico y antropológico de Dios suele centrarse en la idea de una suprema deidad. Algunas concepciones de Dios hablan de una realidad eterna, trascendente, inmutable y última, en contraste con el universo visible y continuamente cambiante. En no pocos casos, en las diversas doctrinas teológicas, Dios es imaginado como una fuerza de la naturaleza o como un ente consciente que se puede manifestar en un aspecto natural. Tenemos por ejemplo el caso de Jesucristo, a quien se le atribuye la naturaleza del hijo de Dios, la manifestación del verbo en la carne humana, en una suerte de pobre metáfora de sujeto y predicado.

Me declaro indigno de terciar en todas esas controversias teológicas y poéticas, pero en todo ello no deja de ser extraño el cómo se pretende emplear el lenguaje humano para abarcar entidades, que de existir, estarían más allá de todo significado conocido, pues “no nos damos cuenta de la prodigiosa diversidad de juegos de lenguaje cotidianos porque el revestimiento exterior de nuestro lenguaje hace que parezca todo igual”, como lo indicaba Ludwig Wittgenstein.

Supongamos es posible echar mano de la metáfora como vehículo para expresar la manifestación de una divinidad, y para cuestionar al mismo tiempo si es posible que ésta haya sido fusilada en Moscú el 17 de enero de 1918, a causa de un proceso amañado e instigado por Lunacharski. En todo caso. el juicio mismo sería ya una metáfora.

Discernir sobre una nueva ejecución de Dios en la fecha señalada es al mismo tiempo discernir sobre lo imposible. La realidad eterna, trascendente, inmutable y última, es decir, el arcano por excelencia se manifestaba ya entonces en el Juego de Pelota. Sí, en ese algo tan cotidiano como la realidad geométrica del Béisbol, pues si Dios ha de existir y merecer ante si mismo justificación, aún y cuando Dios sea inexpresable, debe manifestarse en lo cotidiano, pues de lo contrario, si se limitara sólo a manifestarse en lo excepcional, el concepto de Dios estaría supeditado sólo a las vulgares leyes del azar, de la estadística y de la economía. Después de todo, lo maravilloso o lo grande no necesariamente es lo excepcional.

¿Cuáles es entonces la interpretación de la muerte de Dios? El postulado de la realidad es liso y llano. La mañana del 17 de enero de 1918 en Moscú, era apenas la noche del 16 de enero de 1918 en los Estados Unidos. La manifestación más concreta de Dios en ese entonces dormía en su habitación. Estoy hablando de Walter Perry Johnson (Humboldt, Kansas, 6 de noviembre de 1887 - Washington D.C., 10 de diciembre de 1946), el mejor lanzador derecho de la historia. No es un asunto de cursilería o vindicación beisbolera, sino un hecho verificable –y el universo de la causalidad requiere de hasta el menor de los hechos para explicar cualquier fenómeno.

Walter Johnson fue el segundo hijo del matrimonio de Frank y Minnie Johnson, un par de granjeros. Nuestro personaje creció así entre los verdaderos pilares de la humanidad, es decir, entre aquéllos capaces de producir abrigo y alimentos, en lugar de palabras, discursos y muertes.

En la escuela secundaria, el joven Walter jugó al Béisbol en diferentes posiciones. La velocidad de sus lanzamientos empezó a llamar la atención, de tal modo que a los 17 años ya era lanzador en la liga semiprofesional de la “Idaho State League”, donde lo vio el manager de los Washington Senators, Joe Cantillon.

A regañadientes, Cantillon se llevó a Johnson a la gran ciudad. Ahí desde un inicio, deslumbró a todos con la velocidad de sus lanzamientos, incluyendo a un pelotero de nombre Ty Cobb.

El equipo de Washington apestaba, por decir lo menos, pero en 1912 logró el segundo lugar de la Liga Americana, gracias a los números de Jonhson: 32 victorias, 303 ponches, y un cociente de carreras limpias admitidas de 1.39. En 1913, Johnson fue el Jugador Más Valioso de la Liga Americana. En los años 1913, 1918 y 1924 ganó la Triple Corona como lanzador y, en 1916, no concedió ningún cuadrangular, una marca aún vigente.

Por si no fuera suficiente, a lo dicho habría que añadir que Johnson es el líder de todos los tiempos en blanqueadas con 110 y en 10 años consecutivos (1910-1919) logró, al menos, 25 victorias. En 1924 los Senators llegaron a la Serie Mundial. Esa temporada. Johnson encabezó departamentos de carreras limpias, victorias obtenidas y ponches (2.72, 23-7, 158,). Los Senators comandados por Johnson lograron adjudicarse la corona frente a los New York Giants en siete juegos. En 1925 nuevamente los Senators llegaron al Clásico de Otoño, pero no pudieron repetir el campeonato.

Los lanzamientos de Johnson eran vertiginosos, formidables rápidas de 97-99 millas por hora. No por nada le llamaban el “Big Train”. Los bateadores se enteraban de que había lanzado sólo porque escuchaban el cantar de los strikes, una tras otro hasta acumular tres. Sin embargo, Johnson no era un demonio de la loma, sino un Dios, no sólo del Béisbol, sino del Respeto. Nunca insultó a alguno de sus compañeros, ni protestó alguna mala decisión, ni intimidó con lanzamientos malintencionados a los bateadores, a pesar de ser el líder de todos los tiempos en bateadores golpeados (203).

La última temporada de Johnson fue la de 1927, debido a la lesión en una de sus piernas. 21 años de carrera y 417 victorias, marca solo superada por Cy Young. Walter Johnson murió a los 59 años de un tumor cerebral. Leyeron bien. Walter Johnson murió, pero no la manifestación divina en el Juego de Pelota, pues hablando en términos teológicos de muertes y resurrecciones, en el Béisbol siempre habrá un nuevo día y nuevas ráfagas a los cielos de más lanzamientos y batazos.

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