martes, 30 de septiembre de 2008

CRÍMENES EJEMPLARES DEL BÉISBOL


Max Aub (París, 2 de junio de 1903 – Ciudad de México, 22 de julio de 1972), sofisticado judío republicano, narrador, prosista lírico, cuentista imaginativo, dramaturgo y poeta ocasional, era un derroche de ingenio. Es una pena que hoy en día no tenga el número de lectores que merece un escritor con su talento. En particular, su libro “Crímenes Ejemplares” es una obra maestra de la literatura. La parodia por excelencia del criminal cínico. “Crímenes Ejemplares” recuerda a ese portentoso ensayo de Thomas de Quincey llamado “Del Asesinato como una de las Bellas Artes”, pero con más descaro y humor, lo cual no es poca cosa.
Si usted no ha leído ese libro, ¿qué diablos hace aquí? Vaya a comprar “Crímenes Ejemplares”. Hay ediciones de 3 ó 4 dólares. Si no tiene dinero para comprar el libro, róbelo. La gente lee tan poco hoy en día que el robo de libros debe ser algo así como el robo famélico, libre de toda culpa. Al menos esa era la filosofía de José Vasconcelos, esa gran figura intelectual del México de la primera mitad del siglo XX.
En una suerte de experimento pretendimos hacer aquí una breve parodia de esa parodia que es “Crímenes Ejemplares, mejor dicho, intentamos una breve parodia beisbolera de esa otra parodia. Veamos los resultados.

Yo estoy seguro que se rió. Lo miré desde la caja de bateo. Allá sentadito en el palco. ¡Se rió de lo que yo estaba aguantando! Corredor en segunda y con dos outs. El juego empatado en la novena baja. Era demasiado. Me metía y me volvía a meter la fresa sobre el nervio. Con toda intención. Nadie me quitará esa idea de la cabeza. Me tomaba el pelo. Primero vinieron un par de rectas de humo. ¿Acaso no saben lo que es estar abajo en la cuenta con dos strikes? Y luego el cambio. Ponche. Su risa desde el palco fue insoportable. Debieran felicitarme. Yo les aseguro que de aquí en adelante tendrán más cuidado. Quizá apreté demasiado. Pero tampoco soy responsable de que tuviese tan frágil el gaznate. Y de que se me pusiera tan a mano, tan seguro de sí, tan superior. Tan feliz.

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Toda la temporada en la banca. Lo maté porque estaba seguro de que no me alinearía en la final.

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Era tan pronunciada su curva, que cada vez que me la lanzaba, parecía un insulto. Todo tiene su límite.

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Lo maté porque me dolía la cabeza. Después de 100 lanzamientos a uno le duele la cabeza. Y que él venga hablar a la loma, sin parar, sin descanso, de cosas que me tenían completamente sin cuidado. La verdad, aunque me hubiesen importado. Antes, miré mi reloj seis veces descaradamente: no hizo caso. Creo que es una atenuante muy de tenerse en cuenta.

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¡Si el out estaba hecho! Era un fly sin chiste al jardín. No había más que meter el guante debajo de la pelota. “Mía, mía”, me gritó... ¡Y la dejo caer! ¡Y aquel out era decisivo! Les dábamos en toditita la madre a esos cabrones de los venados. Si del batazo que le di en la cabeza se fue al otro mundo, que aprenda allí a cachar como Dios manda.

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