martes, 21 de diciembre de 2010

EL HOMBRE QUE FUE BOB FELLER


“Envidio - aunque no sé si envidio - a aquellos de quienes se puede escribir una biografía, o que pueden escribir sobre sí mismos. En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro con indiferencia mi autobiografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y, si en ellas nada digo, es porque en ellas nada tengo que decir."
En las palabras del poeta Fernando Pessoa se aprecia la fragilidad de lo trascendente, si hemos de aceptar sin disputa la validez de emplear tal término. Pessoa era un gran poeta y nadie lo sabía. A Pessoa se le catalogó de grande tiempo después de su muerte. ¿Pero que más da el tener y el ser si somos contingentes en todo caso? Lo llamado grande es una consecuencia de lo pequeño contra lo cual se compara en forma por demás subjetiva. Las biografías monumentales son cimentadas en miríadas de actores secundarios. A veces algún personaje secundario se desboca y cobra una relevancia primaria. ¿Se tratará de una trama prevista por el Gran Director dentro de su ordenamiento universal o quizá de una mera manifestación de la entropía de lo concreto-real? No lo sé, más en el béisbol se conjugan en perfecta armonía lo lineal y lo sinuoso. En no pocas ocasiones, armado de las posibilidades combinatorias, el béisbol nos libra de la cadena ordinaria del tener y del ser, para construir nuevos escenarios - contingentes como cualquier otro, desde luego. La memoria quiere rescatar uno de esos escenarios. Veamos.
27 de septiembre de 1940. Los Tigres de Detroit y los Indios de Cleveland se disputaban el banderín de la Liga Americana en una lucha sin tregua. Los Tigres necesitaban sólo un triunfo más para asegurar el banderín. Sin embargo en medio del camino les esperaba la brújula y la muerte: una feroz legión de aficionados a los Indios y sobre todo Robert William Feller: “Bullet Bob”, “Rapid Robert”, “Heater from Van Meter”.
Sí, Bob Feller que en 1936 se convirtió en la mayor sensación del béisbol desde el advenimiento de un tal Babe Ruth. Sí, Bob Feller, el mismo que debutó con los Indios ponchando a 15 rivales y que tres semanas más tarde mandó sentar a 17 bateadores rumiantes, empatando así la entonces marca de Dizzy Dean. Sí, Bob Feller que en su temporada de novato era el americano más famoso, salvo por Shirley Temple en opinión de algunos. Sí, Bob Feller que ganó 266 juegos con los Indios y que no ganó 400 porque se fue a hacer el estúpido servicio militar a los mares del Pacífico sur durante la Segunda Guerra Mundial. Sí, el mismo Bob Feller que en una ocasión no sólo se dio gusto ponchando con tres rápidas de humo al legendario lanzador Lefty Gómez, sino que además como consecuencia mediata le hizo declarar: “La última sonó un poco abajo.”
Sí señor, el mismísimo Bob Feller, es decir, la reencarnación del portentoso Walter Johnson, según lo señala el Libro Sagrado del Tibet.
Así las cosas, Del Baker, el manager de los Tigres daba por un hecho la derrota de su equipo, pero sabía que tendría una oportunidad de ganar en alguno de los otros juegos. En otras palabras, ¿para qué desperdiciar ante Bob Feller a sus mejores cartas Bobo Newsom o Schoolboy Rowe? Por eso, Del Baker sorprendió a los legos al designar a un desconocido de 31 años llamado Floyd Giebell para ser el cordero de sacrificio.
Giebell apenas había debutado el 19 de septiembre de 1940 y en lo que sería su tercer juego en las Grandes Ligas se enfrentaría a Bob Feller en el estadio de los Indios: 45,000 aficionados armados con vituperios, imprecaciones, huevos podridos, huevos no podridos, coliflores, tomates y frutas con y sin gusanos. En cuanto los Tigres pisaron el terreno de juego, en el acto fueron bombardeados con los misiles antes descritos. En pleno juego el ampáyer tuvo que detener dos veces las acciones debido a la lluvia torrencial de frutas. Hasta el manager de los Indios, Ossie Vitt imploró a los aficionados que observaran un mejor comportamiento. Al jardinero de los Tigres, Hank Greenberg lo acribillaron con un tomate mientras perseguía un elevado. Al bullpen de los Tigres le cayó desde la grada más alta una carretada de tomates que casi le da a Schoolboy Rowe, pero que dejo inconsciente al receptor suplente Birdie Tebbets.
Sobre el telón de fondo se fraguaba el holocausto sistemático de los Tigres y en particular del patiño Floyd Giebell. “¡Mira que atreverse a desafiar a Bob Feller!”, “Floyd, ¿qué cárajos?”, se leía en los ojos del público, además de la rabia (no) contenida porque juegos antes, es justo decirlo, los aficionados de los Tigres habían bombardeado a los Indios con biberones y consignas de “indios nenitas”. Para la gente de Cleveland, esos Tigres se habían ganado en vida el derecho a los infiernos.
Y Bob Feller sólo concedió tres imparables a los Tigres, uno de ellos un home-run de dos carreras que le sonó el primera base Rudy York. Dos carreritas apenas para los Tigres. Pero sólo necesitaron dos, porque Floyd Giebell, en comando absoluto de sus lanzamientos, silenció por completo a la artillería de los Indios.
Sí, Floyd Giebell que ese día ganó su tercer y último juego de su carrera en Grandes Ligas, la cual finalizó con un olvidable 3-1 en 28 juegos (cuatro como abridor) y un 3.99 de carreras limpias admitidas en 67 y 2/3 de innings. Sí, Floyd Giebell que fue enviado como Bob Feller a la Segunda Guerra Mundial, pero que a diferencia de este nunca pudo regresar a las Ligas Mayores. Sí, el mismo Floyd Giebell que trabajó en un modesto laboratorio de control de calidad de Weirton Steel.
Sí señor, el mismísimo Floyd Giebell que un día 27 de septiembre de 1940 no sólo enfrentó y venció a Bob Feller, sino que por uno de esos artilugios mágicos del béisbol le se le concedió por nueve innings ser el gran chamán Bob Feller.

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