domingo, 25 de noviembre de 2007

EL COME-POLLOS BOGGS, EL HAMBRE Y EL INFINITO



No se puede ser objetivo atendiendo a los hechos, apuntaba don Quijote. Pero los hechos están ahí para inventar otros mundos llamados Realidad. Y yo tengo entre manos un hecho: el mejor chocador de pelota que he visto fue Wade Anthony Boggs, “the chicken man”, el legendario tercera base.
Por estos días el viejo come-pollos es un jubilado más en la Florida, pero cuando jugaba en Ligas Mayores era garantía de guante de oro y de bateo arriba de 300. De 1982 a 1988 jugando para Boston, sólo una vez bateó debajo de 349, con un nada despreciable 325 en 1984.
Wade Boggs quería ganar una Serie Mundial y se dio cuenta de que con Boston, equipo hechizado en aquel entonces por la llamada maldición del Bambino (vendieron increíblemente a Babe Ruth en 1920) y con décadas acumuladas sin ganar el codiciado anillo de campeón, simplemente no iba a ocurrir.
A partir de la temporada de 1993 se unió al equipo de béisbol más ganador de todos los tiempos: los Yankees de Nueva York. En Boston jamás le perdonaron su ida al eterno rival (el imperio del mal dicen los pati-colorados); ni siquiera ahora, después de tanto tiempo han querido retirar en Boston el número de casaca del come-pollos.
En 1996, ascendió a las glorias máximas de la Serie Mundial, cuando los Yankees pasaron sobre los eternos perdedores de finales en los 90’s, los Bravos de Atlanta, equipo de los amores de otro gran comilón, “the peanut-eater” Jimmy Carter.
Wade Boggs, como todo hombre con respeto por el misterio del béisbol, era supersticioso en extremo: cada día se levantaba a la misma hora, luego en la práctica de bateo, la cual iniciaba invariablemente a las 5.17 de la tarde, le daba justo a 150 lanzamientos, también siempre corría sprints a las 7.17 y en sus turnos al bate, aunque no era judío, sin excepción dibujaba en la caja de bateo la palabra hebrea “chai” (vida). Tenía muchas otras costumbres más, como esa de suponer que su bateo mejoraba cuando al estadio asistía la chica de sus amores sin ropa interior debajo del vestido.
El lector perspicaz se preguntará sobre la manía más estrafalaria de todas: comerse un pollo entero antes de cada juego de pelota.
Yo entreveo la necesidad de evitar el hambre. ¿Pero un pollo entero se justifica? Quizá si atendemos a algunas experiencias insólitas de Wade Boggs. Tengo mi teoría y me apego de nuevo a los hechos.
El 18 de abril de 1981, Wade Boggs hizo una comida ligera antes del juego en casa en McCoy Stadium. En ese entonces estaba en Ligas Menores con los Medias Rojas de Pawtucket. El rival era Rochester, donde estaba ni más ni menos que el caballo de hierro II, Cal Ripken Jr. Boggs estimó cenar en unas cuatro o cinco horas después del inicio del encuentro, una vez finalizado éste, por supuesto. Boggs no tenía idea de lo que estaba por venir.
El marcador se mantuvo en ceros hasta la séptima entrada cuando Rochester se fue arriba con una carrera. Pawtucket empató justo al cierre de la novena entrada. Extra-innings. Vale, dijo Boggs, unas cuantas entradas y a satisfacer el apetito. Una vez más estaba en el error.
El juego se extendió hacia derroteros imprevisibles, pero la pizarra se mantuvo intacta. Lo normal en esa liga habría sido decretar la suspensión por límite de tiempo, más el librito de reglas que llevaba el ampayer esa noche no era la versión actualizada y el articulado cuasi-decimonónico no contenía ninguna disposición para detener los asomos de una marejada de infinito beisbolero.
(El infinito cabe en un juego de pelota. Si en el filme el “Séptimo Sello” de Ingmar Bergman, la partida de ajedrez entre el caballero cruzado y la muerte es una alegoría del hombre, su eterna búsqueda de Dios y de la muerte como única certidumbre, las posibilidades de un juego de béisbol extendiéndose hasta la configuración de la victoria absoluta de uno de dos elementos en pugna, puede explicar acaso mejor que los filósofos la lucha de la vida ante la muerte, corriendo cualquier hombre, como dijo Borges, el albur de ganar y convertirse en el primer inmortal: “las pruebas de la muerte son meramente estadísticas”, a lo cual agrego yo, posiblemente porcentajes de bateo, de fildeo o de pitcheo.)
En la entrada 21, Rochester anotó de nuevo una carrera. Lo mismo Pawtucket y el juego seguía: el verdadero espíritu deportivo no admite empates. Alguien tuvo la idea de tratar de localizar al presidente de la liga y pedirle una autorización para irse todos a dormir, pero el hombre de los poderes no estaba en su oficina, pues dormía ya a pierna suelta en su domicilio.
“Abril es el mes más cruel”: primavera y todo hacía un frío glacial. Los peloteros en los dugouts empezaron a prender fogatas quemando pequeñas piezas de madera provenientes de los bates. El escenario era más bien propio de una congregación de pordioseros soñolientos.
Finalmente en el cierre del inning 33, a las 4.09 de la madrugada del día 19 de abril de 1981, llegó la comunicación oficial de Harold Cooper, el presidente de la Liga. El pobre tipo, en pijama, de algún modo recibió la petición y la resolvió autorizando posponer el partido para mejor fecha.
8 horas y 25 minutos. Se trataba del juego más largo en la historia del béisbol profesional En el estadio ya sólo quedaban 19 fanáticos (nunca fue mejor empleada esta palabra), un puñado de peloteros ojerosos y un tercera base local con las tripas deshechas y rumiando que en lo sucesivo se alimentaría mejor antes de cada juego.
(Dicen que el juego se reanudó un par de meses después y que Pawtucket ganó con una carrera dejando tendidos en el terreno a los visitantes. Se trata de algo aparente, de una simple tregua. El Juego no ha terminado, en algún otro lugar y con otros personajes el Juego sigue aún su marcha.)

No hay comentarios:

Datos personales