Ray Bradbury es un escritor estadounidense de ascendencia sueca nacido el 22 de agosto de 1920 en Waukegan, Illinois.
Bradbury suele ser conocido por dos de sus novelas: Crónicas Marcianas (1950) y Fahrenheit 451 (1953). Sin embargo, no es menos fascinante la tesis de uno de sus cuentos: el béisbol como tiempo que es todos los tiempos. Es un breve y extraño cuento llamado en español “Hola y Adiós”. Un cuento sobre un chico (¿?) de nombre Willie, quien hace memoria de diversas situaciones que siempre vienen a desembocar en el recuerdo de un juego de pelota de su infancia y con ello retoma el pasado como partícula elemental de su presente y a la vez como aviso o ensoñación de todo tiempo futuro.
No lo sé, nunca me he tomado en serio esa superstición llamada análisis literario. La verdadera literatura, pienso, no ha de decir nada en particular, sino simplemente marcar las posibilidades para cada uno de nosotros. Por eso me parece aventurado hacer una interpretación de la narración de Bradbury, porque a fuerza de ser personal ha de ser siempre incompleta y ambigua.
En esa aventura encontré que cuando uno recuerda un juego de pelota se pone en entredicho el universo como un accidente del movimiento. El movimiento se torna ilusorio. Las imágenes aparecen como fotografías y uno regresa a ese pasado y se queda ahí. Uno es parte de ese pasado, inolvidable porque está siempre presente.
Pero ya he dicho demasiado, mejor transcribo una parte del cuento citado.
HOLA Y ADIÓS (Extracto)
Por Ray Bradbury
(…) Los chicos estaban jugando en el verde diamante del parque cuando pasó. Permaneció un ratito bajo la sombra de los robles, observándolos lanzar la blanca, nívea bola de béisbol que hendía el aire cálido del verano; vio volar sobre la hierba, como un pájaro oscuro, la sombra de la bola; vio cómo se abrían las manos, como bocas voraces, para atrapar aquel raudo fragmento de estío que ahora parecía tan importante asir. Gritaron los chicos. La bola aterrizó en la hierba, cerca de Willie.
Al avanzar con la bola, saliendo de los árboles umbrosos, pensó en los tres últimos años, ahora gastados hasta el céntimo, y en los cinco años anteriores, y así, remontando el hilo de su vida, hasta el año en que cumplió verdaderamente los once años y los doce y los catorce; pensó en las voces que decían: ("¿Qué le pasa a Willie, señora?" "Señora B., ¿no está Willie retrasado en su crecimiento?" "Willie, ¿has estado fumando cigarrillos últimamente?" Los ecos se extinguieron en luz y colores veraniegos. La voz de su madre: "¡Willie cumple hoy los veintiuno!". Y un millar de voces repitiendo: "Hijo, vuelve cuando cumplas quince años; tal vez entonces podamos darte trabajo".
Se quedó mirando fijamente a la pelota de béisbol que sostenía en su mano temblorosa, imagen de su vida, una bola interminable de años bobinados y rebobinados una y otra vez, pero siempre conducentes a su duodécimo cumpleaños. Oyó a los chicos venir hacia él; sintió que le tapaban el sol, los vio mayores que él, rodeándolo.
(…) Permaneció mirando al negro tren hasta que se fue completamente y se perdió de vista en la lejanía. No se movió durante todo el tiempo que tardó en irse. Allí se estuvo, quietecito en el fatigado andén de madera, doce años de chiquillo, y sólo después de pasados tres minutos completos se volvió para, por fin, encararse con las calles desiertas.
Después, mientras el sol se alzaba, echó a andar a toda prisa para guardar el calor, bajando de la estación, entrando en la nueva ciudad.
Bradbury suele ser conocido por dos de sus novelas: Crónicas Marcianas (1950) y Fahrenheit 451 (1953). Sin embargo, no es menos fascinante la tesis de uno de sus cuentos: el béisbol como tiempo que es todos los tiempos. Es un breve y extraño cuento llamado en español “Hola y Adiós”. Un cuento sobre un chico (¿?) de nombre Willie, quien hace memoria de diversas situaciones que siempre vienen a desembocar en el recuerdo de un juego de pelota de su infancia y con ello retoma el pasado como partícula elemental de su presente y a la vez como aviso o ensoñación de todo tiempo futuro.
No lo sé, nunca me he tomado en serio esa superstición llamada análisis literario. La verdadera literatura, pienso, no ha de decir nada en particular, sino simplemente marcar las posibilidades para cada uno de nosotros. Por eso me parece aventurado hacer una interpretación de la narración de Bradbury, porque a fuerza de ser personal ha de ser siempre incompleta y ambigua.
En esa aventura encontré que cuando uno recuerda un juego de pelota se pone en entredicho el universo como un accidente del movimiento. El movimiento se torna ilusorio. Las imágenes aparecen como fotografías y uno regresa a ese pasado y se queda ahí. Uno es parte de ese pasado, inolvidable porque está siempre presente.
Pero ya he dicho demasiado, mejor transcribo una parte del cuento citado.
HOLA Y ADIÓS (Extracto)
Por Ray Bradbury
(…) Los chicos estaban jugando en el verde diamante del parque cuando pasó. Permaneció un ratito bajo la sombra de los robles, observándolos lanzar la blanca, nívea bola de béisbol que hendía el aire cálido del verano; vio volar sobre la hierba, como un pájaro oscuro, la sombra de la bola; vio cómo se abrían las manos, como bocas voraces, para atrapar aquel raudo fragmento de estío que ahora parecía tan importante asir. Gritaron los chicos. La bola aterrizó en la hierba, cerca de Willie.
Al avanzar con la bola, saliendo de los árboles umbrosos, pensó en los tres últimos años, ahora gastados hasta el céntimo, y en los cinco años anteriores, y así, remontando el hilo de su vida, hasta el año en que cumplió verdaderamente los once años y los doce y los catorce; pensó en las voces que decían: ("¿Qué le pasa a Willie, señora?" "Señora B., ¿no está Willie retrasado en su crecimiento?" "Willie, ¿has estado fumando cigarrillos últimamente?" Los ecos se extinguieron en luz y colores veraniegos. La voz de su madre: "¡Willie cumple hoy los veintiuno!". Y un millar de voces repitiendo: "Hijo, vuelve cuando cumplas quince años; tal vez entonces podamos darte trabajo".
Se quedó mirando fijamente a la pelota de béisbol que sostenía en su mano temblorosa, imagen de su vida, una bola interminable de años bobinados y rebobinados una y otra vez, pero siempre conducentes a su duodécimo cumpleaños. Oyó a los chicos venir hacia él; sintió que le tapaban el sol, los vio mayores que él, rodeándolo.
(…) Permaneció mirando al negro tren hasta que se fue completamente y se perdió de vista en la lejanía. No se movió durante todo el tiempo que tardó en irse. Allí se estuvo, quietecito en el fatigado andén de madera, doce años de chiquillo, y sólo después de pasados tres minutos completos se volvió para, por fin, encararse con las calles desiertas.
Después, mientras el sol se alzaba, echó a andar a toda prisa para guardar el calor, bajando de la estación, entrando en la nueva ciudad.
1 comentario:
Gabriel Chávez, el que dobla al famoso Señor Burns, escribió una novelilla llamada Herencia Estelar, muy curiosa a decir de Luis, mi primo gran lector (para leer hasta eso, tiene que ser un gran lector.)
Publicar un comentario