miércoles, 12 de noviembre de 2008

LO DICHO


"El Club Naranjeros de Hermosillo informa que el Sr. Francisco Estrada deja a partir de hoy de ser el manejador del equipo. A pesar del trabajo realizado por el estratega navojoense, los resultados no han sido los esperados y por esa razón el Consejo Directivo del Club ha tomado esta decisión.”
Así reza una nota periodística. Lo siento por Paquín y su cuenta bancaria, pero todos sabemos que los naranjeros no son un club para él. Paquín es y será por siempre un Tomatero de Culiacán. El más grande manager de la Liga del Pacifico. Sí, señor.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

PARA LOS MAL PENSADOS

DE MI BREVE ROMANCE CON EL CUADRANGULAR


Algunos desean o desearon acostarse con una joven Brigitte Bardotte. Algunos desean beber una botella de Petrus a la luz de la luna de Valencia. Algunos desean tener la primera edición de “Las Iluminaciones” de Jean Arthur Rimbaud. Algunos desean haber sido Jimmy Hendrix. Algunos desean haber sido Salvador Dalí. Algunos, como yo, desean batear un cuadrangular. En esto último varían las circunstancias: en la novena entrada, en la serie mundial, en el Yankee Stadium, en un enfrentamiento improbable ante Steve Carlton o en todo lo anterior reunido. Yo limito las vanas circunstancias a su esencia: simplemente botarla de home-run.
El cuadrangular es ante todo un acto de voyeurismo para el espectador. Es el andamiaje de la barbarie en nombre de la belleza. ¿Cómo no anhelar el retacar la pelota más allá del campo del béisbol? La adición de la unidad al infinito. Las mil y una noches.
De pequeño era malísimo para batear. (Aún lo soy, pero ahora por lo menos puedo culpar a mi vista en decadencia). En aquel entonces me cuestionaba sobre el qué sentirían los grandes sluggers cuando mandaban la pelota a dormir en las gradas. Recuerdo sobre todo los macanazos salvajes de Willie Aikens, Nelson Simmons, Roy Johnson y Lalo Jiménez cuando visitaban el Ángel Flores. Bueno, en realidad, admiraba hasta los cuadrangulares galleteros del almirante Nelson Barrera, los tumba-bardas sorpresivos de Darrell Sherman y las cuchareadas sabrosas de Ray Torres. Todo lo que oliera a estacazo de cuatro esquinas estaba hecho para mí de la sustancia de la que se conforma lo imposible.
En la escuela primaria durante los recesos jugábamos béisbol con una pelota de tenis. El patio era pequeño, por lo que no usábamos bates para darle a la bola, sino nuestras manos a puño limpio. Yo siempre la mandaba hasta la calle, pero bajo las reglas del juego eso era considerado out, pues era un fastidio brincarse la barda para ir afuera por la pelota. En cambio, era considerado cuadrangular darle a un tablero de baloncesto que se encontraba en los jardines. Nunca di un cuadrangular: me encantaba darle a la bola con la fuerza de un Julio César Chávez conectando un gancho al hígado. Así que por lo general conectaba un doblete contra la barda o era out por regla (la regla descrita).
Por su parte, en las ligas infantiles la cosa no iba mejor. Era poco común que me embasara a batazo limpio. Si no me ponchaban (y eso era raro, rarísimo), llegaba a la primera tras negociar base por bolas. Era una pena ser tan mal bateador, porque eso me condenaba a la banca a pesar de poseer un formidable fildeo y de contar con un brazo más que temible. Y hablo de mi fildeo, porque me eduqué en la vieja escuela de los jugadores de cuadro, esto es, no dejar pasar ningún batazo bajo ninguna circunstancia. Para mí era (y es) inaceptable llegarle a los rodados de ladito. “Cosa de señoritas”, diría mi padre.
Pero no bateaba nada. Y si no se batea no se puede jugar. Y si no se juega no se puede conectar de home-run. Así se simple. Ello está escrito, dicen, en la República de Platón.
Y de verdad me daba envidia el ver a mis compañeros de equipo recorrer las bases tras dar un palo de vuelta entera. Vaya, hasta el Kiko que era malísimo se la botó una vez. Ya ni menciono al Héctor Aguilar (sí, el hijo del huevo Aguilar) que parecía que no sabía batear otra cosa que cuadrangulares. Al carajo, dejé de jugar (pero no de ver) béisbol por un tiempo. En cuanto a la envidia, esta es un sentimiento subestimado. A través del pleno dominio y comprensión de la envidia llegué a sentir empatía por el Satanás del “Paraíso Perdido” de Milton.
Años después, ya en la escuela secundaria acaso aprendí a chocar la pelota y a ser un bateador respetable, por lo menos en los juegos amistosos. Pero seguía sin poder macanear la pelota. Parecía estar escrito que mi destino era el de nunca mandarla atrás de la barda.
Pero un día…
Era la escuela preparatoria. Estábamos jugando alumnos contra profesores. No era en un campo de béisbol -porque en el que queríamos jugar estaba ocupado- sino en un campo de fútbol. Jugar béisbol en un campo de fútbol es algo francamente extraño. Debe ser algo así como bailar un vals en medio de los fogonazos del campo de batalla. El home se encontraba en uno de los puntos de tiro de esquina, de modo que las líneas de cal se dirigían a dos rocas que hacían las veces de primera y tercera. Otra roca más hacía de segunda.
Con hombre en primera y dos outs, vine a batear. Estaba tirando el profesor Osuna, quien tenía un saco de artimañas: curvas, cambios, parábolas, elipses. Por algo era el profesor de física.
No sé que diablos me tiró en los dos primeros lanzamientos, pero me hizo abanicar feamente. Toda la frustración bateadora de mi infancia se me vino de golpe. Desde la segunda el profesor Rosalío le grito al profesor Osuna: “Tírale algo fácil para que le pegue. Queremos jugar también.”
Osuna casi burlón me tiró una recta de humo. Y digo de humo, porque humo fue lo que echó la bola cuando se la retache hasta la otra esquina del campo de fútbol (medidas oficiales). Me quedé de pie mirando volar la pelota. Iba alto, alto, y parecía que no iba a caer nunca. El fuselaje del aire se desbarataba en pedazos. Islas de silencio flamígero abarcaban el instante hasta que alguien me gritó y eché a correr.
Ese batazo en cualquier estadio habría sido home-run, pero pues no había barda, así que tuve que correr como jamelgo en estampida hasta llegar al delirio furioso y delicioso del home.

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