Agustín Daniel Ortiz Valdez, don
Agustín D’Valdez, nació en el año de 1923 en Mazatlán. Sí, lo hicieron en
Mazatlán, pero se hizo en (y de) Culiacán. Cronista beisbolero por casualidad,
podría suponerse en un examen superficial de sus primeras dicciones en la
radio. Sin embargo el azar no existe; pues como suponía Borges existe en cambio
nuestro desconocimiento de la compleja maquinaria de las leyes de la causalidad.
Hace muchos años ya, don Agustín
D’Valvez forjó inconfesables leyendas prostibularias (fue director de un jardín
de niñas, decían sus amigos), a la par de entregarse con devoción insobornable
a la teología beisbolera junto a compañeros de transmisiones radiales como Roy
Campos y el Flaco Buelna.
El lenguaje no es comunicación;
es el reflejo de la imposibilidad de la comunicación. A esta altura del texto,
el lector puede llenar las falencias de la escritura del administrador de esta
bitácora con tan sólo cerrar los ojos y escuchar la voz de don Agustín
D´Valdez: su impecable dicción, sus altos y bajos, sus exageraciones (en una
final Culiacán contra Los Mochis metió doce mil aficionados donde acaso cabían
siete mil), sus motes y sus frases (“la Pesadilla” Darrel Sherman, “la base con
bolas con mensaje”), su pasión, sonbe todo su pasión (aún resuenan sus gritos
tras el cuadrangular de Chucho Sommers al barbado Stanfield en el 78).
Que lo dicho hasta ahora no
induzca al error: don Agustín D’Valdez no era un cronista, era un fanático de
los Tacuarineros, de los Tomateros de Culiacán, ¿de dónde más sino de Culiacán?
Por eso, aunque por motivos de salud en los últimos años los médicos le habían
prohibido seguir narrando o escuchando Béisbol, don Agustín no dudó en ponerse
el uniforme guinda, pararse ante el ponchador por excelencia, el pitcher de la gran
casaca negra del silencio, rascar con los spikes la tierra, alzar el madero, y
divisar las costuras de la pelota hasta lo inevitable, en tres y dos, hasta el
canto del último strike por el Gran Ámpayer. “Buenas noches y los mil
perdones.”